Si la pluma de un pintor pudiera ir con la del gran poeta flamenco describiría la vida que
hacíamos en San Sebastián, huyendo del paseo y de los bailes del casino que no eran para
nuestros gustos; esplicando detalladamente nuestras conversaciones y correrías por los
pueblecillos vascongados; pero ¿cómo no meter la pata en literatura? Limitémonos á las
sensaciones de pintor aunque se vea en ellas un estilo pobre de pluma torpe.
El objeto es seguir los progresos de la visión tétrica que nuestro artista se formó sobre España
y que si algunas veces la encontraran exagerada no deja de encerrar mucha verdad, sobre todo
el capítulo titulado España Negra que es su último artículo enviado á "l'Art Moderne" hablando
de la funeraria, del Museo del Prado y del sitio de El Escorial.
Aquel me decidió á reunir todas sus notas sobre España, pero es preciso antes esplicar el viaje
que motivó dicho artículo.
Diré que el belga era el mejor hombre para sacudir del embrutecimiento que da la vida de
provincia, obligando á uno a visitar hasta las sidrerías para conocer sus impresiones.
El baile de los domingos en la playa llamada de El Antiguo debiendo ser vulgar para el que
lo vé muy a menudo me parecía sensación nueva por las observaciones del hombre que viene de
Flandes y compara los bailes sensuales de sus paisanos en las Kermesses flamencas con la
sencillez de las donostiarras bailando sin hombres, que eso sí que causaría risa en Flandes; sobre
todo la seriedad de las mujeres, la distancia de las parejas sin tocarse y sus movimientos discretos
de brazos era lo que á él más le estrañaba.
Si la línea alegre es en pintura la que tiende á subir y la triste la que cae ó va hácia abajo, en
estos bailes vascongados se puede decir que hay más líneas tristes que alegres en las formadas
por los brazos en movimiento. Y por esa falta de alegría tenía que gustarle al hombre de ideas
algo tristes.
Pescadores de sardinas.
Cuando la sombra de los montes se iba estendiendo y que el último rayo alumbraba aún en
el castillo de la Mota iba á empezar la hora interesante de harmonías pictóricas sin crudezas;
entonces nos instalábamos se puede decir para escribir los dos, pues el pintor á esa hora hermosa
tiene la desgracia de no poder utilizar una sesión larga de pintura por lo poco que dura la luz; y
siendo así ¿cómo ha de trabajar sino escribiendo notas de aquel efecto que se va?
Mirábamos girar los sayas y moverse las cabezas, los moños por encima de la línea del mar
y los tamborileros, flaco el uno como con hambre de tragarse el silbo, y gordo el otro redoblando
hasta que llegaba la noche.
Nuestros paseos en S. Sebastián eran casi siempre por el lado del mar. Si dominábamos éste
desde el castillo de la Mota por la tarde, veíamos el regreso de las lanchas de pesca; mirando
hácia Francia eran las velas de diferentes blancos según la distancia y dispuestas en escala como
notas de música, las lejanas de un blanco sucio y fundidas con el gran azul; las más cercanas de
blancura planchada como inmensos cisnes de Lohengrin, pero dominadas por otro blanco aún
más potente, el de las olas rompiéndose bajo en las rocas y espumando entre el verde vidrioso
del agua su complementario de nieve rosa.
Peregrinación en Cabo Machichaco.
Mirando á Vizcaya todo cambiaba, el crepúsculo reflejándose brutamente en el mar convertía
la línea obscura de horizonte en campo de ajenjo cortado por los montes de Machichaco y la gran
masa azul en reluciente chillería impintable de luces metálicas. Los barcos también cambiaban
de color y las velas que antes eran claras se convertían ahora en siluetas negras entrando en el
agua reluciente á contraluz.
Seguíamos con los ojos desde la tierra los lanchones para ver la llegada del pescado bajando
al muelle donde un artista nunca se aburre; allí hay marinas que vistas al través de las redes
puestas á secar forman telones estraños como cuadros de pintura pointillée ó puntista. Entre todos
las distracciones se va uno principalmante á los pescadores que vienen en sus lanchas dominando
la masa de sardina como cargamento de plata, á las mujeres que esperan sus hombres de mar y
á otras mil faenas de marineros con las cuales se puede hacer un arte de puertos con asuntos muy
variados.
Así esperando que la sarten de Madrid no achicharrara para ir á estudiar el museo del Prado,
las escursiones por Guipúzcoa se repetían.
Del San Juan Bautista de Tolosa pasamos al San Juan Degollado en el cabo de Machichaco,
fiesta muy curiosa en una isla llamada Gaztelugache separada de aquel cabo por un puente. En
lo alto de la peña hay una ermita donde todos los años hacen una peregrinación mezcla de
religiosa y divertida.
La parte divertida está en el lado de Machichaco, viéndose de allí el peñón de los fieles en
conjunto; una reunión de gente lo cubre formando un sendero de grandes revueltas que termina
en la ermita. Si esta gente se moviera podría hacerse la comparación tan conocida de hormigueo
y camino de hormigas; pero son puntos quietos y muy negros; son mujeres arrodilladas con
mantillas que parece que rezan. Nos dijeron que se arrastraban de rodillas á paso de tortuga por
aquel penoso calvario, pero desde allí no lo creimos pareciéndonos que estaban quietas. La gente
que no es devota se queda en esta romería del cabo y se pone bueno el cuerpo de comilona y
bailoteo debajo de los grandes castaños, durando la fiesta hasta la noche que bajan á Bermeo ó
Báquio bailando siempre y bebiendo chacolí.
La parte religiosa y triste se encuentra en las mujeres que suben á la isla; el martirio de esta
ascensión no se comprende hasta verlo de cerca; algunas van vestidas con el hábito que dá á las
españolas el caracter de penitentes; los niños de negro ó morado con la fúnebre harmonía de
coronas amarillas en la cabeza cumplen también las promesas de sus madres. Entónces el que va
allí como curioso vé el contraste de aquellos tristes que se martirizan con los que se emborrachan
en la romería y aún para el que no es creyente los arrodillados resultan admirables.
Esta fiesta era bastante para dar la visión de una España Negra en que la alegría vá mezclada
con la penitencia; se diría que era rebuscada y fuera de lo ordinario, pero estaba de Dios que sin
querer nosotros la escena de nuestro país se había de arreglar á cada paso de una manera trágica
y á favor de Verhaeren.
Una noche paseando por el boulevard de S. Sebastián vino á sorprendernos allí un Viático y
como es natural en España la banda dejó una sinfonía de Beethoven por la marcha real española;
todas las mujeres en gran toilette cesaron de dar vueltas á la "noria" (así llamada por su rutinario
modo de pasear) y se arrodillaron, como también los hombres. Entonces el poeta aunque ya había
visto el Viático en España quedó más asombrado, su emoción fué grandísima; siguió la procesión
y metiéndose entre los que llevaban los cirios exclamaba:
"¿Cómo tienen tanto poder esa campanillita y esas velas encendidas? En mi país se lleva el
Bon Dieu en el bolsillo sin que lo sepa la gente". En su cerebro bullía más la España severa que
él se había forjado.
Por fin dejamos San Sebastián empezando el viaje con un gitano que iba la feria de Pamplona y en él fijaba la atención mi amigo de tal manera que no miraba el camino, despreciando el paisaje creyendo que lo tendría este hasta Madrid. No sabía que subiendo á los altos páramos del centro de España, que pudiéramos llamar nuestras Pampas ya sea el pueblo Tafalla, Burgos, Madrid, Teruel, Cória, etc., etc. todo es lo mismo, el desierto... y hay que despedirse del color verde y de las frescuras del paisaje en general.
Por fin dejamos San Sebastián empezando el viaje con un gitano que iba la feria de Pamplona y en él fijaba la atención mi amigo de tal manera que no miraba el camino, despreciando el paisaje creyendo que lo tendría este hasta Madrid. No sabía que subiendo á los altos páramos del centro de España, que pudiéramos llamar nuestras Pampas ya sea el pueblo Tafalla, Burgos, Madrid, Teruel, Cória, etc., etc. todo es lo mismo, el desierto... y hay que despedirse del color verde y de las frescuras del paisaje en general.
Él buscaba un país triste, pero bien triste iba á ser todo; el campo se tenía que convertir en
cadavérico paisaje y á él, hombre nacido entre las praderas rubias de Flandes y bajo grises
aterciopelados, sin durezas ni tonos brutales, tenía que hacerle más efecto que á otro cualquiera
el aspecto de los pueblos del mismo color de hueso que las caras de la gente, la aridez en todo,
el clima implacable.
Para pintar aquellos campos perece que hace falta una nota de luz que sirva de dominante
como el último rayo de sol rojizo o anaranjado que forme sus complementarios ú oposiciones
azules, y si es en invierno una luz solar algo eléctrica de un amarillo limón con sus
complementarios violáceos. Hace falta en fin una luz de tinta muy marcada que haga cantar el
conjunto entonando aquellos pardos incoloros y muertos. No siendo así Castilla es
antipictórica, sin sol, porque no dice nada; todo es de coloración neutra y con sol elevado porque
la paleta es impotente para reproducir aquellas vibraciones de luz tan brutal y tan blanca.
Mendiga de Castilla.
Habíamos formado un itinerario hasta Madrid con paradas en sitios artísticos. Para ver bien
un país había que visitar los pueblos pequeños y para conocer los tipos interesantes era necesario
viajar en 3ª Así lo hicimos al salir de Guipúzcoa.
En Alsasua todo cambia viniendo de Guipúzcoa. Allí empieza la tragedia del paisaje cuyos
montes cuadrados en forma de mesetas hizo muy bien Verhaeren en comparar á grandes
catafalcos de paño negro. Los personajes de aquel teatro son también otros tipos opuestos á los
guipuzcoanos y de traje más pobretón que los de Zumárraga á tan poca distancia de allí. La
diferencia de líneas de la distinguida raza basca y la castellana es tan grande hasta en los
mendigos que sabría uno diferenciarlos desnudos. Una vieja vimos en la que se reflejaban las
miserias del país, seco, de cerros pelados; en su cara pajiza y descompuesta se veían los colores
de aquellos desiertos y las huellas de la vida de sufrimientos en tan duro clima. Sus arrugas
conservaban la misma contracción sin duda de muchos años como sugeta por un resorte de tanto
guiñar los ojos, luchando contra la luz fuerte; ese visage que queda fijo en la gente que vive al
sol envejeciéndola antes de tiempo.
Entramos en las arideces de España por el valle de Catafalcos como había bautizado el poeta
al Araquil, dirigiéndonos á Pamplona á la fiesta de San Fermin chico.
Dejemos ahora hablar al belga describiendo el gitano compañero de viaje, personage con
guitarra y de gran carácter. Aquel dice así: "En un wagon de 3ª camino de Pamplona espatarrao
sobre el banco del coche enfrente de nosotros, la boca entreabierta, retorcía un pitillo con
movimientos bruscos y fumaba mirando por la ventanilla, abstraído, su alma á cien leguas. Dos
mechones de pelo ensortijado cubrían sus sienes; los pómulos como puños, barbeta como un
codo pero con pelos como patas, picado de viruelas y con una cuchillada que por añadidura lo
cruzaba la cara. Soberbio tipo de fealdad ruda y fuerte con una costra más bien que una piel en
su cara.
En una estación de pueblo navarro quedó vacío su compartimento y desde el nuestro te vimos
acurrucarte en un rincón y sacar de debajo del asiento un guitarrín colorado, malo é incompleto
de cuerdas; se puso á cantar bajito una malagueña con voz gangosa y aunque cantaba para él se
oyeron en la copla las palabras muerte, sangre, que son de cajón en los cantos andaluces y su
canción le hacía soñar, indiferente á los que le mirábamos. No separando la vista de él no sé por
qué no le declaramos la admiración que nos causaba. Hubiéramos querido unir nuestro viaje al
suyo, á su vida canalla de vago yendo y viniendo por todos los caminos. Por qué no conocer su
vida y disfrutar de ella?"
Más tarde supimos que iba á comprar los caballos muertos de la corrida para esplotar la
manteca y la piel. Este hallazgo de un matón; de un sacamantecas como compañero de viaje tenía
que figurar en los artículos de l'Art Moderne.
Era el hombre apropósito para nuestro belga, el que tenía que salir varias veces á nuestro
encuentro en la fiesta de Pamplona. Esta era la de San Fermin el chico como dejo dicho
y que nada tiene que ver con el grande, donde teníamos que ver una corrida de toros y como en
la otra fiesta era de rigor asistir al encierro de toros en la calle de la Estafeta que es célebre por
este motivo. Tomamos posesión de un mal cuarto como es costumbre hacer este día con tal de
tener balcón á la calle de la Estafeta para la madrugada y mientras al acostarnos veíamos por las
puertas de vidrieras hombres y mujeres desnudándose en los dormitorios, pensábamos la noche
que ibamos a pasar de martirio sobre colchones por el suelo esperando la recompensa del día
siguiente.
VERHAEREN, E., REGOYOS, D.: España Negra, Ed. Hesperus, 1989, pp 55-66.
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