Buscábamos una diligencia a todo trance con mulas viciadas, dispuestos a rodar por los
precipicios, a romper los arreos y matar al mayoral. Los paisajes hacían desearlos; con furia de
artistas íbamos preparados a lo que nos reservase la casualidad; guisotes rojizos, calamares
negros, quesos petrificados; la posada grasienta y perforada por los insectos. Buscábamos algo
nuevo y distinto de lo que ambicionan los ingleses que en sus viajes no buscan más que el
confort, comodidades, uno mesa servida a hora fija por manos de groom estirado con frac y
pechera tiesa. Nada de esto; comer lo que salga ó dormir en un divan ¿qué importa? puesto que
hay aire puro de montañas y mar; sol y sombra á elegir para disfrutarlo. ¡Oh, notarios, dentistas,
fabricantes de biberones ó jeringas que forzosamente necesitais descansar vuestras posaderas en
asientos bien mullidos y los platos emperejilados! Ellos y los ferro-carriles han vulgarizado la
pasión de los viajes. Ahora son estos lujo que se paga uno ó cumplimiento de la promesa que se
hizo a la mujer ó a los niños si son buenos. Del delicioso ensueño que antes era ir a la ventura
en busca de lo desconocido se ha hecho hoy una distracción metódica, uniformada para "libro
de memorias".
-¿No falta nada? -esta es la sola reflexión que se hacen al hacer el baul.
¿Quién es Bædecker? el más soso compañero de viaje que he conocido. ¿Y Joanne? un
pedante geógrafo cuyos libros debían condenar al presidio de las bibliotecas de provincias. ¿Se
recorre el mundo para coleccionar estadísticas, conocer los hoteles más chic ó profundizar el
estudio de la historia?
Diligencia vascongada |
Buscábamos una diligencia -decía- la más desvencijada, la más semejante á una caja de
contrabajo, la más rechinante que hubiese. Esto tenía que encontrarse en un país con aldeas
construidas como a bofetadas contra las laderas de la costa Cantábrica, país salvaje con
caminos apropósito para equilibrista de cuerda floja.
Se realizó nuestro deseo. No era la diligencia de Gautier con su zagal y postillón que quizás
fué bonita pero decididamente profanada por la ópera cómica. Era otra cosa: un armario amarillo
y negro tirado por caballos, mulas, y en las cuestas por bueyes, que aparejados juntos sudaban
obedeciendo á los latigazos entre sapos y culebras lanzados por la boca del mayoral. Entre ¡aida!
y ¡arrayua!, poco a poco se vencen las cuestas y entre galopes y trotes con acompañamiento de
ruedas y correas se hacen muchas leguas. A lo mejor hay una parada sin saber nadie porqué,
escepto el mayoral que sino es para echar una copa sabe que ha dado cita la víspera a un amigo
para tratar de algo que interesa á los dos y la diligencia entera esperando. Luego aquellas entradas
alegres en los pueblos desempedrando calles y rechinando hierros que parece debían romperse
los cristales de las ventanas a nuestro paso.
Una vieja había tomado sitio la última en el pescante. ¡Oh! qué viejas esas
de España que muchas parece que han asistido a la agonía de Cristo! De
repente se puso a tararear una canción lejana, pero cantada con aquel temblor
de vejez y sus manos de un amarillento de madera no hicieron un movimiento
apoyadas en sus rodillas. Parecía acordarse de algo triste que nadie más que
ella podía saber.
Atravesamos paisages con grandes reflejos de colinas verdes en el río que
traían a la memoria cuadros de Courbet; otras veces se descubría el mar con
falaises ó con rocas formando dragones monstruosos; marinas de Monet; después era un efecto
de Rousseau ó bien de Corot lo que aparecía. Pero por encima de todo se piensa en algo que no
se ha pintado nunca; en el cuadro que cada uno lleva grabado en sí, original y fatal que persigue a cada paso y del que se ven fragmentos en ciertos sitios, sea en aldeas, valles ó costas.
Los pueblos desfilaban; calles en que los tejados se dan como cornadas de
borrego con sus canalones enfrente unos de otros; balcones que avanzan hacia
la mitad de la calle con ropa secando como un festejo de colgaduras y
banderas; puertas con clavos y aldabones, escudos tremendos cubierto alguno
de paño negro en señal de luto como una cara vendada. Hojas de hiedra y flores
en los balcones formando jardinillos de hierro carcomido por los años y el
salitre; luego una iglesia color pimienta de Cavena y piedra pómez con el mar a sus piés. Llegábamos a Guetaria la vieja. ¡Cuántas iglesias de esas hemos
visto por los rincones de nuestros viajes en la España apartada! El pasado de
esta última debió ser trágico al parecer. Su rosetón tenía piedras embutidas
reemplazando vidrieras que faltaban y dejando abrirse apenas una lucerna por
donde entraba una pequeña claridad. Por debajo del edificio á manera de tunel
estrecho está la salida al muelle. El interior en estado ruinososo y obscuro como una mina.
Mártires vestidos como maniquíes se adivinaban sobre los altares y una lamparilla sola, rojiza
ardía delante de un S. Antonio, silueta siniestra. Las columnas elevándose altísimas, las ojivas
entrelazándose arriba y al ver la base enorme, de la torre aquella mole dedicada á santo tan
pequeño, produce gran impresión y asusta. Al exterior dos campanas verdes de bronce empezaron
á tocar al angelus mientras una lagartija se ocultaba como relámpago entre las piedras acribilladas
de agujeros en aquel muro que parecía hecho con esponjas.
Los puertos de estas costas son gloriosos de suciedad y de abandono. En las calles se peinan
las mujeres.
-¡Oh! ¡qué cabellos se ven negros interminables! Se dá de mamar á los niños y de las puertas
obscuras salen gatos para roer huesos anacarados de merluza ó de dorada en los montones de
basura recibiendo el forastero con mirada terrible de gatos monteses no acostumbrados á ver
gente. Pero esta suciedad hay que perdonarla; vale más taparse la nariz seguir adelante porque
gracias a la falta de cuidado se piensa poco en demoler, menos en modernizar y jamás en
restaurar; todo tiene cierta poesía para el artista: torrecillas truncadas, losas gastadas, goznes
torcidos, la vejez en todo reinando siempre.
En el campo y aldeas es todavía mayor esta dislocación de cosas; ni tejas ni contra ventanas
de los caseríos están en su sitio.
Los carros de ruedas planas sin rayos van tirados por bueyes. ¡Qué gusto da oir la música lejana de sus ejes para avisar la llegada en los caminos
estrechos de que están horadados los montes! Gracias á este ruido un carro
espera a otro para hacer el cruce en los apartaderos. Los dos bueyes unidos
parecen formar un solo animal, los cuernos atados al yugo y pendiendo del
testuz borlas de sangre como despojo de guerra, la cabeza avanzando.
En las tierras, mujeres de azul ó de negro con ancho sombrero de paja
segando el trigo; los hombres con la herramienta vascongada llamada laya
trabajando la tierra á mano de manera tan primitiva, grandes pedazos de terreno que mete miedo
ver faena tan dura. Los tipos puramente vascongados, pómulos poco salientes, nariz de águila,
labios finos, barbilla afilada y la inseparable boina en la cabeza, esta, pequeña, enclavada en
anchas espaldas. Movimientos discretos de brazos y la tez curtida por el sol.
Otro pueblo vimos caido como juego de bolos en la falda de un monte; cuando llegamos se
celebraba en la iglesia destartalada el funeral por una difunta. Según la costumbre del pais delante
de cada mujer arrodillada los carretes de cera ardiendo sobre paños negros estendidos en el suelo
iluminaban por debajo todas las cabezas; los pequeños cirios con su luz cruda destacaban las
arrugas de aquellas caras inclinadas, las frentes lustrosas con mechones de pelo gris y las manos
juntas teniendo los rosarios. Era una devoción imponente.
El suelo desaparecía bajo tantos bultos prosternados y negros.
Mil lucecitas en un altar alumbraban un cristo flaco y huesudo con falda
morada y corta. Inolvidable aquel canto desigual y sin órgano que duraba
horas; especie de súplica monótona, gutural pesada, la voz del cura más
triste aún que las del coro del pueblo.
Concluido el funeral cada uno apagó su cirio con los dedos mojados de
saliva. Las mujeres por su lado desfilaron y el duelo compuesto de
hombres solos con capas enormes acompañaron a la difunta al campo
santo. Allí dos grandes cipreses como candeleros negros se destacaban
sobre el mar. El terreno era con guijarros salpicado de cruces bajas; un
rosal en un rincón y tablas de ataud al lado de la puerta todavía con girones
de paño y los clavos que habían estado bajo tierra.
En el depósito de trastos y herramientas de todo cementerio español entre pedazos de un
sombrero deshecho y de botas con elásticos, vimos un montón de huesos el descubierto que era
ni más ni menos que la fosa común con dos cajitas de niño vacías y casi enteras en primer
término.
Los muertos en aquel pueblo no los tratan de una manera envidiable y la pala del sepulturero
que se apercibía sobre unos terrones no estaría mucho en reposo.
Me dijeron que cuando después de dos ó tres años de enterrar a un pobre nadie paga por él,
su cuerpo aún en estado de descomposición es allí donde viene a parar.
-Aquí el poeta empieza á exaltarse; dice que quiere ver los cementerios en todos los pueblos
que visitemos y es curioso seguirle en su manera de ver nuestro país hasta llegar á crearse él una
ESPAÑA NEGRA.
Aquel día después del entierro seguimos a los viejos de las capas que fueron a la casa de la
difunta para rezar el Padre Nuestro por el alma del primero que había de morir entre los que allí
estábamos presentes, como es costumbre hacerlo en el país Eúskaro, y miramos de refilón á la
puerta de entrada, viendo en el fondo varias mujeres gordas y enlutadas dando el pésame á una
que lloraba.
Así se acabó el día de impresiones tan extraordinarias para un artista que viene de Flandes y
muy vulgares para nosotros que las vemos tan amenudo.
Regresando a la posada decía el belga abriendo ojos de espantado y mirando por encima de
sus lentes: "En tu país la muerte debe hacerse du bon sang; en las iglesias la celebran como una
gran Santa y en el cementerio la ceban como una glotona."
VERHAEREN, E., REGOYOS, D.: España Negra, Ed. Hesperus, 1989, pp.31-40.
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